Tropezones en la sopa.
No nos deberíamos morir. ¿Para qué?. Con la cantidad de cosas que hay que hacer en esta vida, sitios donde ir, gentes a quien conocer, a quien olvidar, lugares donde ir, donde pasar dos, tres días, un mes, cinco... quizás quince años. Pienso que nos deberíamos morir sólo cuando quisiéramos, cuando nos encontráramos satisfechos con lo vivido y con la forma en que lo hicimos, cuando llegáramos a tal grado de experiencia en la vida que ya, cansados y sabios pensáramos: ya me puedo ir, cerráramos los ojos y nos desvaneciéramos despacito, como la forma de morir de los gnomos, que viajaban hasta un bosque al otro lado de su reino y desaparecían internándose en él.
Yo, que tardo tanto en aprender de las cosas, en darme cuenta del fondo del meollo. Que tropiezo no sólo dos, sino mil veces en la misma piedra, que me caigo, y vuelvo a caer en otra exactamente igual, del mismo tamaño, color y forma de la que acabo de tropezar, necesitaría tanto tiempo..., que a veces tengo miedo de no alcanzar nunca un poquito de sabiduría, la justa para hacer más simple y fácil la vida.
Hoy, en un tanatorio, alguien dijo que nunca se llega a la felicidad absoluta, que eso es un mito que alguien se inventó, y que sólo las personas que que pasan muy superficialmente por aquí, podían rozarla e incluso tocar, esa felicidad absoluta. Yo eso ya lo había oído y lo compartía pero esas cosas, en ese sitio, suenan de otro modo.
Quizás, en lo fugaz que es todo, reside el encanto. Quizás una vida eterna, al ritmo que nosotros marcásemos, sería como congelar un pez recién pescado en vez de comerlo cuando las branquias todavía relucen, como querer apreciar una mariposa colorida en formol, como un museo de especies extintas con entrada a 4 euros y descuentos a grupos mayores de quince personas.