terça-feira, dezembro 19, 2006

Tropezones en la sopa.

No nos deberíamos morir. ¿Para qué?. Con la cantidad de cosas que hay que hacer en esta vida, sitios donde ir, gentes a quien conocer, a quien olvidar, lugares donde ir, donde pasar dos, tres días, un mes, cinco... quizás quince años. Pienso que nos deberíamos morir sólo cuando quisiéramos, cuando nos encontráramos satisfechos con lo vivido y con la forma en que lo hicimos, cuando llegáramos a tal grado de experiencia en la vida que ya, cansados y sabios pensáramos: ya me puedo ir, cerráramos los ojos y nos desvaneciéramos despacito, como la forma de morir de los gnomos, que viajaban hasta un bosque al otro lado de su reino y desaparecían internándose en él.
Yo, que tardo tanto en aprender de las cosas, en darme cuenta del fondo del meollo. Que tropiezo no sólo dos, sino mil veces en la misma piedra, que me caigo, y vuelvo a caer en otra exactamente igual, del mismo tamaño, color y forma de la que acabo de tropezar, necesitaría tanto tiempo..., que a veces tengo miedo de no alcanzar nunca un poquito de sabiduría, la justa para hacer más simple y fácil la vida.
Hoy, en un tanatorio, alguien dijo que nunca se llega a la felicidad absoluta, que eso es un mito que alguien se inventó, y que sólo las personas que que pasan muy superficialmente por aquí, podían rozarla e incluso tocar, esa felicidad absoluta. Yo eso ya lo había oído y lo compartía pero esas cosas, en ese sitio, suenan de otro modo.
Quizás, en lo fugaz que es todo, reside el encanto. Quizás una vida eterna, al ritmo que nosotros marcásemos, sería como congelar un pez recién pescado en vez de comerlo cuando las branquias todavía relucen, como querer apreciar una mariposa colorida en formol, como un museo de especies extintas con entrada a 4 euros y descuentos a grupos mayores de quince personas.

domingo, dezembro 17, 2006

Como hoy llueve, no he podido ir a anillar y mi estómago va a trancas y barrancas desde ayer, no se si por efecto de la sidra o porque las suelas de mis playeros son tan finas que se empeñan en que mis pies nunca entren en calor, pues me dedico a ordenar todo el desorden del ordenador. Grabar música, seleccionar y borrar cosas, quitar carpetas, separar unas, crear otras... Me doy cuenta que he perdido las fotos del tren antiguo, unas fotos en sepia que quizá yo misma borré pero que hoy, al rebuscar, eché de menos. Es un tren cálido, con asientos mullidos tapizados en plástico imitando a la piel y donde siempre te das con las rodillas de quien está frente a ti. Un tren humano con asientos movibles que se adaptan a los dos sentidos, a las idas y a las vueltas con sólo hacer un click.
También me han regalado un libro firmado por su autor que habla de los espejos de la vida, de simetrías humanas, y que ayer empecé. Yo por mi parte, también voy a regalar uno que espero que sea una semilla para quien lo reciba.
¡Qué fríos son los bancos de las estaciones!, siempre de metal helado con agujeritos por donde escurre la lluvia.
No es buen sitio para andar descalza una estación.