Hay viejos que huelen a niño.
Y si Ítaca, la patria de Ulises, nos abrió el apetito de viajar, de hallar vida al otro lado del océano, de conquistar un islote mediterráneo, de abandonar el Cantábrico y sumergirse en el Atlántico... ahora le toca a él. Embarcado en un barco italiano con salvavidas de Sevilla, decidió otear el otro lado del mundo como antes lo hiciera su hermano y como décadas antes apunto de hacerlo estuviera su padre, que muerto de morriña, dio media vuelta en Vigo antes de que su lancha zarpara.
En ese barco italiano cruzó el Atlántico con algún que otro temporal y con mucha pasta -de la que se cuece y luego se come-. Oteó el Perú, subió al tren con mayor altitud del mundo y tuvo que pedir oxígeno antes de adaptarse a su falta, vio monos enanos llamados Titís y minas, y el canal de Panamá, y lo más importante: volvió.
Conserva la mirada de chiquillo moro y espabilao, de bereber errante que vive de paso, sin más ataduras que las que cierran su maleta rígida, que ahora guarda recuerdos. Payaso circense, dibujante de humanoides en servilletas que da vida a animales con sus manos y les pone voz y alma. Esconde la mano en la manga y aparece un agujero negro del tamaño de la imaginación de un niño y nos da así el miedo de la risa, que es el mejor miedo que te puede subir por la columna vertebral.
Pintor de cunas, su piel cambia de color, y dice patata en alemán, y a veces habla en árabe, y cuando tiene frío, en ruso.
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